martes, 10 de julio de 2007




Algunas cosas previas



Antes que nada, bienvenida/o.

Esta novela ha sido publicada en interné por varios motivos que quedan librados a su imaginación. Sólo diré que han sido las dificultades ajenas al medio electrónico las que han volcado el texto hacia aquí, lo cual abre unas perspectivas nuevas. Por ejemplo, el lector tendrá en el "archivo del blog" la lista de los capítulos, lo que le permitirá pasarse por donde mejor le convenga el orden que le ha dado el autor (a veces uno es Cortázar sin pretenderlo, a veces somos sin pretenderlo). Es necesario, asimismo, aclarar que el último capítulo de la novela ("Cartas a Mariana"), por causas propias de la impericia del editor, figura publicado en el mes de junio (antes que todos los capítulos que lo preceden). Algunos capítulos tienen fotos cuya pertinencia en el contexto evaluarán los gentiles ojos.
Si usted quiere hacer comentarios acerca de este texto experimental del género llamado "semificción", he aquí el emilio: ifdep33@gmail.com
Otros materiales del mismo autor se encuentran en http://www.chorizoderueda.blogspot.com/
Sin otros particulares, me despido y lo/la dejo con los personajes.
Fernández de Palleja (autor y editor)

En la ruta



Cuando me pararon los milicos en la ruta, saqué mi carnet de policía. Ellos no me habían conocido pero no tardaron en saludarme amistosos en cuanto se dieron cuenta de quién era yo. Cosa que ni se me había pasado por la cabeza era que el reguero de cuentos acerca de mí hubiera llegado hasta las mismas proximidades de la frontera. La verdad es que mi radio de acción había estado circunscrito a la zona de Maldonado y, a lo sumo, había tenido que hacer un viajecito hasta las sierras de Aiguá. Fue por un caso de abigeato, me acuerdo, en el que un tipo de Mariscala había tomado por manía robar vacas viejas. En primer lugar, no lo descubrían y eso era lo que los preocupaba y, en segundo, a los milicos no les entraba en la cabeza que alguien se dedicara a lo menos productivo. Además, por si faltaba algo para poner patas para arriba el razonamiento azul, ninguna carnicería parecía ser la boca de salida de las carnes añejas. Ninguno de los ladrones de ganado había cambiado su conducta súbitamente y todos habían contribuido debidamente con los impuestos que todos saben. Yo estaba nuevito en la “fuerza” y me llevaron tomando mate por la ruta 39, viboreando entre las sierras y agradeciendo no estar en la jefatura. Pero lo que más me gustó fue escuchar los cuentos de los milicos, que iban desde lo grotesco hasta lo grotesco. Por ejemplo, el menor que retuvieron en el patio de la jefatura y, en su camino de escape, se metió por las habitaciones destinadas a los oficiales, de donde salió con sus energías reforzadas por dos armas de reglamento y veinte mil pesos. Supongo que es por eso que los de balística se habían puesto tan herméticos: cualquier muerto podía traer agujeros policiales y estaba sembrada la duda acerca de si éstos habían sido producidos por la propia policía o por los fierros afanados. Me contaron de las jodas del abogado de la jefatura y de su romance tórrido con todos sabemos quién. Además de lo más jugoso: lo que no se dice y que el observador atento obtiene para su manejo. La cosa es que llegamos hasta Aiguá y, como a un oráculo, empezaron a mirarme como si yo pudiera saberlo todo por el simple hecho de estar y de respirar el aire que ellos respiraban pero no podían sentir en su sutileza. Hasta que en un momento uno, el más incrédulo acerca de mis posibilidades y por tanto el más inteligente, tuvo la ocurrencia de informarme de qué se trataba. Pedí para pasar al baño y, mientras tomaba las medidas del agüita como para no orinar en el aro y calculaba el ruido y la espuma que la meada haría, me puse a imaginarme una historia de amor. Una historia de abandono y soledad, pero de mucha ternura, como de nostalgias de leche recién ordeñada y una viudez fresca. Un chorro fluido, fuerte y rápido que me hablaba de un poco de senilidad con un regusto de locura, aunque con los últimos arrestos anímicos del que siempre estuvo acostumbrado a forcejearle a la vida, pero sin pensar mucho en cómo. Después del complejo ritual que termina con la bragueta cerrada salí y me puse a hacerles un cuento a los milicos, que me miraban con los ojos como tortas fritas. Y dos o tres de ellos se encargaron de darle nombre propio y ubicación geográfica al personaje que yo había prácticamente meado. Pasé todo el día en Aiguá escuchando anécdotas de milicos rurales, a la espera de conocer al protagonista de mi cuento que apareció, como en una coincidencia espectacular, con un olor a orines de marchitar narices.
O por lo menos esa fue la historia que muchos creyeron, lo cual me granjeó una fama de psíquico o hechicero que me abrió las puertas de muchas personas. No negaré que aproveché aquella fama para cosechar algunas frutas, a las que trataba con la fácil actitud del manosanta. Aunque lo que yo hice no fue más que conversar un poco y poner a los individuos que realmente resolvieron el caso en el “estado narrativo”, ese estado en que se comprenden y se cuentan todas las historias. Es como un estado de gracia, un toque mesiánico al que cualquier idiota llega si se imagina que tiene canas con el reflejo dorado de una fogata en el medio de la rueda. Es lo que casi todo el mundo olvida, menos uno que es un profesional, un cocinero de la cosa.
Los milicos de la carretera me dieron agua para que siguiera el viaje, y yo estaba cerca de la frontera. No hay nada como la carretera porque es una invitación a la epopeya, a recorrer la víbora gris del eterno avanzar. Había salido hacía varios días, con toda la calma del que conoce que todas sus cosas están ordenadas y las cuentas pagadas. Había puesto en la mochila lo que busqué fuera la justa la cantidad y calidad de ropa que consideré la adecuada. La carpa iba atada con pulpos al cuadro de la bicicleta. No faltaban parches, repuestos y herramientas. Como sabía que el viaje iba a ser bastante largo, había puesto en la mochila las obras completas del mayor de los poetas y el cuaderno gordo con cosas escritas. Y hojas en blanco para ser llenadas. Y kilómetros antes de dormir.
De atrás

Venían desde el centro caminando. Se veía cómo uno de ellos gesticulaba con la cabeza y con las manos mostrando toda la sintomatología del caliente. El otro asentía con palabras cortas y ocasionales frases un poco más largas y se lo veía más tranquilo. Quien escuchara la conversación podría saber que el más vehemente había sido dueño de una moto que los transportara a los dos y que, fruto de una política de distribución de la riqueza espontánea, era muy probable que los pedazos de la Jin Shuang se hubieran combinado con los pedazos de otras Jin Shuang. Los que estaban cerca del estacionamiento habían podido ver las corridas infructuosas atrás de una moto que se caracterizaba por su pique explosivo. Los jadeos de los dos ya habían cedido, pero no así el acaloramiento. Quizá por eso el que no era dueño de la moto hubiera invitado al otro a tomarse una en aquel bar.
Esa noche había baile en el CODEPAL
[1], justo en frente del barcito. Frenadas de autos tuneados, grupos de jóvenes gritones con viseras empinadas, mujeres de polleras al vuelo y espaldas al cielo contoneando sus vaginas. Motos frenando y arrancando de nuevo. Uno que le grita a otro con voz ronca con el fondo orquestal de la avenida rumbo a San Carlos. El barcito bien podría haberse llamado “La cueva”. Era un ambiente alargado y más sucio a medida que se avanzaba al lado de la barra hacia el baño mínimo del fondo que, a fuerza de angosto, no permitía la expresión “al fondo a la derecha”. La barra era un mostrador alto de madera con un hombre sucio atrás que conversaba con los parroquianos. En la tele, colgada en las alturas, estaba un partido de fútbol argentino desde el que resonaban los gritos de un relator con violines de tribuna. Al mejor estilo de los bares parisinos, la vereda ostentaba unas mesas de plástico con sus respectivas sillas desde las que se veía el medio tanque donde se asaban los chorizos.
Entraron y se decidieron por la barra, como para poder ver el partido. Una cerveza pa arrancar. Che, ¿y si nos comemos unos chori? Mismo, estoy con un hambre... ¡Dos chorizos! La cerveza que llega enseguida, milagrosamente helada, como estalactita que se clava en el calor del estómago. ¡Qué golazo! ¡Viste de dónde le pegó! Aparte mirá el golero como se estira... Ta, pero no lo podés dejar patear de ahí, muchacho, fijate cómo lo deja venir el cinco... Sí, pero es un golazo igual... Lo ejecutó. El vaso que inclina su contenido hacia adentro. Cuando baja un vaso sube el otro. Y, más rápido de lo esperado, llegan los chorizos desde el medio tanque. Los hombres se incorporan carne y la riegan. No hablan mientras comen. Apenas si levantan la vista al partido, donde el cuadro que ha recibido el gol intenta una reacción desordenada. Terminan casi al mismo tiempo. Sellan el último bocado con lo que queda de la botella.
Entra un tipo, se sienta al lado de los dos y pide un vino. Le sirven un vaso con algo de color muy parecido al querosén. Es nervioso y tiene los ojos duros. Su mirada sólo se detiene un poco más en la pantalla. El resto del tiempo, rebota como una pelota de ping pong, de aquí para allá. Parece de paso. Como si se hubiera hecho un tiempo en el trabajo para tomarse un vino y después seguir. Está un poco sudoroso. Uno de los dos se distrae de la tele en el replay de una jugada sin interés y mira al del vino. Enarca las cejas. ¡Qué jugada! ¿Viste? Pero no hay una respuesta porque de pronto perdió el interés en el partido. ¡Pero no viste eso! ¡Lo dejó sentado! Mientras uno exclama por el enganche del punterito de Newell’s, el otro mira hacia abajo y el vaso de vino del que está al lado va bajando. El que calla le da un leve codazo a su compañero. A la derecha el vaso de vino gana en marcas de dedos y pierde en líquido y a la izquierda, uno de los amigos pierde súbitamente el interés en el partido. El silencio está tapado por los gritos de la tele. Se miran y junan de reojo al de al lado, que ya se está por terminar el vaso. Saben que hay que actuar rápido. El número diez de Central levanta la cabeza y ve el agujero en la defensa de los rivales, el pase va a salir preciso y el nueve se va a meter de improviso. El del medio saca un papelito y escribe algo. Frases cortas. Una jugada breve de pase largo. Se miran en un relámpago de inteligencia, uno que concibe la jugada y el otro que pica a buscar el pelotazo. El mismo gorro descolorido con la visera descosida. La camiseta roja y negra con una marca “adidas” paraguaya, los mismos brazos flacos. En la repetición, se veía cómo el diez le pedía la pelota a un compañero, como previendo el pase que lanzaría segundos después. El del medio pide otra. Cuando viene la botella, sirve en el vaso de su amigo, en el suyo, toma el vaso que ya no tiene vino y lo llena de cerveza con espuma. El plancha acepta y brindan, parcos. Ahora los tres toman de lo mismo cuando la televisión no se cansa de mostrar la repetición del gol de Central. El tiempo se suspende en el aire, en los vasos, en el telerrep. Los de Newell’s no se conforman, protestan una posición adelantada, hay muchos nervios. Habían empezado perdiendo y ahora empataban. Las camisetas rojas y negras, que habían pegado primero, aparecían ahora acorraladas en el rectángulo, más presas que participantes del partido.
La prensa de Rosario, al otro día, mostraba fotos de las cabezas bajas de los jugadores de Newell’s, que habían perdido dos a uno de atrás. Las cámaras del canal de Maldonado habían conseguido hacer unas tomas del muerto donde llegaban a entreverse las rayas de adidas, negras sobre fondo rojo.

[1] Comisión Departamental de Ayuda al Lisiado
El asesino heterogéneo

“Tuve grandes ambiciones y amplios sueños –pero sueños así también los tuvo el joven changador o la costurera, porque sueños así los tienen todos: lo que no todos tienen es fuerza para realizarlos o un destino que se avenga a dar su apoyo.”

del fragmento 18 del “Libro del Desasosiego”, de Bernardo Soares


Se presentó envuelto en un traje de trazos rectos de franqueza negra y munido de carpetas con estadísticas. Estas son las ventas del diario. La gráfica mostraba un descenso. Este período corresponde a cuando el diario estaba en la oposición, cuando aquellas denuncias de corrupción, lo del empresario Martínez Basso, ¿se acuerda?, ahí fue cuando más se vendió, pero usted sabe que todo es cíclico, ¿no? Yo asentía azorado, sin saber de qué diablos me hablaba aquel tipo. A raíz de esas denuncias, se produjo el cambio de partido, ¿comprende? La empresa tomó el riesgo de ser oficialista, pero nos mató el contraste entre lo que pasaba y lo que salía en la primera plana, vender diarios es como vender yogur, lo que cuenta es el envase y se había perdido credibilidad, los números están haciendo inviable que el diario siga, pero hay ideas y se pensó en usted. Yo había trabajado un tiempo en un diario. La verdad sea dicha, mi participación no había sido nada destacada. Era profesor en un liceo y nunca habría siquiera soñado con trabajar en prensa de no haber sido por Mariana, que ya llevaba años en el periodismo y cuya desmesura se medía en la escala de Richter. Sucede que nos conocimos una noche y la borrachera llevó a la embriaguez con bastante rapidez. Algunos le llamarían amor. Ella era periodista y yo me jactaba de no tener ambiciones. Me correspondía el rol de personaje débil, algo así como un Sancho Panza flaco que empieza a considerar emprenderla contra los molinos sólo porque ella se pasaba la vida de aspa en aspa. Un caracol desentrenado siguiendo a un galgo con alas. La relación fue, como puede suponerse, tormentosa y con arrebatos pasionales a la orden del día. La vez que nos reconciliamos, tras pizzas y cervezas, me soltó la propuesta a boca de jarro. Si quería trabajar en el diario con ella, porque consideraba que yo escribía bien y qué sé yo. Hay que imaginarme un poco borracho y muy ebrio de ella, que rebosaba belleza esa noche. Ahora que recuerdo, es la cara suya que recuerdo más, siempre me pasa, se me graba una cara con una mirada en particular: la mirada. Dicen los estudios científicos que lo que más perturba a un hombre en el momento de decidir es la visión de una mujer hermosa.
La locura duró poco tiempo. Ella, de una noche a una mañana, dejó de hablarme. Andaban rumores de que el diario podía cerrar en cualquier momento, un proyecto poco serio, no habíamos cobrado el sueldo del último mes, las computadoras fallaban. Todo eso sumado a la vorágine de salir a fabricar noticias porque no pasaba nada, los tiempos demenciales de la redacción, los que armaban la primera plana que ponían cualquier cosa y yo, encima, con el trabajo del liceo que me desbordaba porque también era un caos. Caos es anagrama de asco, y eso es lo que yo sentía por todo en esos días. Pero terminaron las clases y el diario cerró. Y ni siquiera me importó no haber cobrado los últimos tres meses. Mariana desapareció de un mapa que sólo me mostraba la localidad a la que no podía ir. Pasó agua por abajo del puente y yo lo crucé. Un año nuevo, un liceo diferente, algunos otros fracasos amorosos y días de sol.
Se apareció en mi trabajo. Empezó a hablarme de unas notas que yo había escrito, que el estilo, que el enfoque, que la originalidad. Cuando la palabra es grande, hasta el santo desconfía. Recordé que el patrón del que ahora me elogiaba sostenía cierta rivalidad con el que no me había pagado. Me recosté contra el respaldo de la silla y resoplé suave, como para demostrarle al otro que no me estaba tragando la pastilla, pero él siguió con su discurso sin inmutarse. Por eso el diario está interesado en usted para un nuevo proyecto, para un enfoque original de la noticia. Y yo que me preguntaba qué mierda de enfoque original podría haber de una noticia que no fuera tratar de dar todos los datos posibles, corroborar las fuentes, tratar de escribirla bien y todo eso, porque hacer otra cosa es maquillar, mentir, creo. ¿Y cuál es el tal enfoque original de las noticias? Se lo pregunté porque el tipo había hecho una pausa planificada para que yo lo hiciera, supe su juego y, al menos en esta jugada, resolví devolver el pase. En vez de contestarme, blandió otro gráfico, muy parecido al anterior. ¿Y? Como podrá ver, el descenso aquí –muestra con el dedo- es análogo al de las ventas que le mostré antes. Me quedé callado en el silencio que dejó para que yo preguntara por qué habían subido las ventas. Este gráfico corresponde a las ventas de un diario de Boston, del año ochenta y cinco, en la época del “Girl Hunter”. Cazador de chicas. Seguí callado, ahora sin entender. El silencio de mi interlocutor esta vez se hizo persistente, esperando pacientemente que me impacientara. Yo nunca había fumado pero, desde hacía cierto tiempo, había dado en imaginarme fumador. Era una suerte de cáncer que había empezado como un jugueteo pero que ya me estaba provocando toses mentales. No sé por qué, quizá por ese capricho que algunos tenemos de querer ser todos los hombres, di en ponerme en el lugar de un usuario del cigarro. Hubo uno que, con la ambición de llegar hasta el sol –mucho más limitada si bien se mira- se ganó tremendo golpe. Yo había desarrollado la ambición de comprenderlo todo, de sentirlo todo, de ser otros y así consustanciarme con lo absoluto universal. La boca cerrada del otro se me empezó a figurar monstruosa. El nerviosismo me internó en el cáncer mental y mi cerebro empezó a verme en actitudes de fumador. Seguramente se me vería algún sudor frío o temblor. Porque yo sabía que estaba sentado de una manera, pero me percibía haciendo gestos de fumador, revelando con la forma de pulsar el cigarro mi estado de ánimo. E intentaba enderezar una postura que estaba derecha, lo que provocaba ciertos escalofríos que, a su vez, quería disimular. El caso es que el tipo debió de percibir que su silencio no me incitaba a hablar y empezó a soltar la propuesta.
La verdad es que sentía que la historia había dejado a Sancho bastante atrás del Quijote. Y yo había sido un Sancho flaco. Mis amigos me decían que ella estaba loca y yo, por pruritos de dignidad, me negaba a darles la derecha, amén de que consideraba que lo suyo no era una locura lisa y llana, si es que una locura puede serlo, sino que, al decir de mi padre, era despareja como campo de sierras. Es decir, era extraordinariamente cuerda en algunas cosas y absolutamente desaforada en ocasiones. Recordaba haber soltado el “te amo” a una novia anterior, una que me dejó por un tipo que había obtenido un crédito hipotecario. Nunca más lo había aventurado y a Mariana estuve a punto de dárselo. Ciertos accidentes geográficos suyos me lo impidieron y no me animé. Después vino la vez que me tiró la comida por la cara porque se me escapó un eructo. Cruzó la ciudad en bicicleta, en la hora pico de tránsito, y por dos días no tuve noticias de ella porque ni siquiera me atendía el teléfono. Siempre había considerado a la crónica roja como una narración interesante sobre lo que le sucede a otros, pero esta vez miré la sección policial de todos los diarios e informativos de la tele. Mujer en bicicleta atropellada por ómnibus de transporte urbano. Algo como eso era lo que temía escuchar. Logré hablar con ella. Llantos y promesas. Pero yo sabía íntimamente que para ella y yo había fecha de vencimiento. Lo que pasó fue que nunca esperé el mazazo. Cierto que me venía tratando mal desde hacía unos días, pero nunca pude esperarlo. Fue como que, además de amputarme el corazón, me amputara la personalidad, la voluntad. En algún momento yo había tenido grandes proyectos para mi vida que, por varios motivos, se habían visto resumidos. Di en ver al amor como la posible salvación de la ilusión. Pensé que no estaba nada mal ser un ninguno con amor. No me agradó nada ser un ninguno ninguneado. Pero tengo poder de recuperación y empecé, de a poco, a rejuntar lo que había quedado. Pensé que como profesor no era tan malo, que tenía mis amigos y mi familia, que vivía en un país con problemas pero bastante lindo, conseguí algún que otro lance sexual. Y de a poco fui imaginando que le contaba mis problemas a un psicólogo y que, al irlos desenrollando, los entendía y veía por dónde empezar a reconstruir desde las ruinas del huracán. Sabía qué me diría un psicólogo, conocía el discurso reconstruccionista. Una vez, sin tener ningún problema en particular, había consultado con un terapeuta por la mera curiosidad de apreciarle las técnicas y los clisés. Siempre había supuesto que no podrían decirme nada que yo no pudiera decirme a mí mismo y lo confirmé. Cuando me llegó el verdadero problema, fui mi psicólogo y me di de alta cuando consideré que la cantidad de veces en el día que pensaba en Mariana no superaba una o dos y como a la pasada. Incluso, me sugerí charlar el problema con mis amigos, mostrar mis sentimientos, enfrentarme de una manera adulta a lo que me pasaba. Me permití llorar la vez que la vi y los músicos callejeros empezaron a tocar “Yesterday” y yo justo había leído un libro de un francés al que las mujeres lo dejaban. Además, como argumento para salir de la crisis, saqué a relucir en la memoria todas las veces en que, estando con Mariana, yo me sentía muy atraído por algunas jovencitas, sobre todo una que me echaba unas miradas por demás elocuentes. Bueno, también recordé que de esa época databa mi veleidad de verme fumador. Veía las nenas y me imaginaba como en las películas, con mi pecho cubierto por su cabeza y sus brazos exangües y mis volutas de satisfacción. Pero no tardaba en pensar “cómo se nota que puedo imaginarme cualquier cosa, mire si yo voy a hacer eso”, lo que no tardaba en ser continuado por el pensamiento edificante que seguía más o menos el guión de “qué lindo es salir del trabajo y encontrarse con una mujer que uno quiere” y cosas por el estilo. Y probablemente esa atracción por las jovencitas unida a que –ahora lo creía porque me convenía echar abajo las ruinas que todavía quedaban- mi amor por Mariana quizá no fuera algo auténtico tuvo algo que ver con mi ingreso a los terrenos de la duda. ¿Soy o no un fumador, si aunque no fumo siento como si lo hiciera? ¿Existe lo auténtico o es sólo una verdad dentro de cierta ilusión? Por ejemplo, ¿por qué es tan sagrada la vida humana si al fin y al cabo su perpetuación exige la eliminación de otras formas de vida? ¿No son ecologistas los genocidas? Al preguntármelo todo, me sentía un dios omnisciente y lo único que no sabía era qué iba ser de mi vida porque mi razonamiento se cerraba inexorablemente en círculos, como grises sortijas de humo, como un no importarme nada más que procurarme placeres. Si al fin y al cabo la vida era un pasaje rápido y lo de las reencarnaciones era todo un invento para dominar gente. Por momentos salía el sol y me olvidaba de todo eso, dejaba de leer autores desencantados y prefería historias tropicales, donde los hombres son lo que son y no piensan. Cuestión biológica: el verano me daba energías y me tiraba de nuevo por el trampolín, y me olvidaba del humo que había venido creciendo o acaso me adaptaba a él, como todo un adicto que desciende por una espiral.
Además de estos gráficos podría mostrarle otros, pero se lo resumo. Las estadísticas muestran que las ventas de los diarios aumentan brutalmente en los momentos en que hay serias amenazas a la tranquilidad pública. Concretamente, le estoy hablando de las coberturas de los asesinos en serie. Yo pensé que me estaba tomando el pelo. No sea malo, eso es en las películas. No pude evitar hablar. Las películas se basan en la realidad, usted sabe que la ficción sólo existe porque de alguna manera se puede relacionar con la realidad. Me desconcertó con el comentario literario, lo creía un mercadotécnico precisamente afeitado, un robot. Acá lo que falta es cobertura. Sigo. Si usted se fija, pocas cosas hay que junten gente más rápido a que un accidente. Personalmente, he llegado a pensar que a veces la montonera es previa al choque, como que los amontonables anduvieran en el barrio movidos por una fuerza misteriosa que los impulsa a ser testigos y a estorbar. Morbo, eso es lo que más vende. En épocas de cierta estabilidad política, por lejos es lo que más mueve a la gente. Y, encima, si se considera que el diario se equivocó en apoyar al gobierno, precisamos algo resonante. De la política de seguridad no podemos hablar porque eso sería atacar al ministro y al partido... ¿comprende? Asentí. Es decir, necesitamos crónica roja duradera y espectacular, que incluso le pueda dar cierto lustre a la policía. Se pensó y repensó. Se llegó a la conclusión de que lo más convocante sería un asesino en serie. El atractivo de tocar la fibra linchadora que todo el mundo tiene. Además, si se piensa en términos racionales, la vida humana no es sagrada. Y yo que había pensado eso. Saboreé un cigarro en la imaginación y, para aclarar los pensamientos, prendí otro una vez apagado el primero para no perder el hilo de las ideas. Muchas veces, la pérdida de algunas vidas le da fuerza y cohesión al colectivo, ahí tiene a los mártires, que no mueren por casualidad. Hice una objeción para mí mismo: darle fuerza al colectivo significa aumentar la raza humana y eso es suicida, pero qué importa, este tipo está pensando un poco distinto pero no es ningún bobo. Trabaja para los dueños de la plata pero, al fin y al cabo, todos aspiramos a la plata. Me dan gracia esos que hablan de abolir el materialismo y, al mismo tiempo, no dejan de fijarse en la ropa, el pelo, los inciensos, los discos. Claro, desean cosas chicas, pero sólo lo hacen como una demostración, como un gesto militante basado en que no pueden desear cosas más grandes. Negación de la realidad. Y este tipo es realista. A veces hago comentarios y me dicen que soy cínico, todo porque no me tomo la pastilla y veo las cosas como son. ¿Y yo qué tengo que ver con eso? Recién llego a preguntárselo. Bueno, hemos leído sus artículos en el suplemento literario y sabemos cómo piensa. Lo hemos seguido, hemos visto que sus ideas no han hecho sino consolidarse. ¿Y qué tienen que ver mis ideas con escribir sobre asesinos en serie? No se trata de escribir sobre asesinos en serie. ¿Y entonces? Se trata de crear uno. ¿Qué, quieren que invente? Queremos que se invente. Gesto de perplejidad de mi parte. Que mate y que escriba lo que hizo, que sus crónicas pasen del filo de lo habitual, sólo un asesino puede saber impactar con los detalles de un asesinato. Claro está, que nadie va a saber que es usted. Pausa y gesto que parece decir “¿entendido?”. Usted se va a encargar de que no lo descubran, cosa que le va a ser muy fácil si tiene en cuenta el funcionamiento de la policía de acá. Y va a trabajar en el diario, en policiales. Va a ser un Peter Parker de acá de Vimonte, un enmascarado que le saca fotos al enmascarado. No creo que eso le plantee obstáculos morales. Yo callado, atrás de una imaginaria columna de humo de color todavía indefinido. Fue un momento en que la diferencia entre la racionalidad y la sinrazón se volvió tan tenue como la transición entre el humo y el aire, el aire que se va saturando de humo.
Hacía un tiempo, había decidido que mis relaciones fueran libres, sueltas de todo prejuicio. Si nos gustábamos, ¿qué problema? No fue fácil porque ellas son astutas y ponen condiciones y pruebas. Claro que a plantear exámenes van aprendiendo después de que se dan cuenta de las historias del príncipe azul no pasan de unos dibujitos animados para niños en los que los personajes viven en hongos. Se agazapan y ponen toda su inteligencia en la actividad evaluatoria una vez que tuvieron el primer fracaso y eso las obliga al más irremisible ostracismo de los terrenos de la tersura. Se empiezan a ver hoscas y, lo que es peor, a serlo. Cuando bordean los treinta, si es que ya no han conseguido fecundar algún óvulo o al menos hacerse de un capital con ruedas y anillo, muchas de ellas optan por una depredación salvaje. El amor se transforma en un eufemismo y pierde todo su significado original, si es que en algún momento lo tuvo. A mí me condenaban al casillero del cinismo por pensar “sin ismos” lo que, creo que más que otra cosa, revelaba mi inmaculada inocencia. No tenía la precaución de esconderme atrás de ningún escudo de ideas concebidas por algún extranjero de barbas caricaturizables. Sin embargo, tenía algunos moldes para pensar qué era el amor. Y las circunstancias me habían instado a dejarlos para mejor ocasión mientras los tiempos vinieran como venían. La belleza es algo que se parece a una mujer hermosa. Y la hermosura no tiene edad. Identifiqué el punto en que las mujeres se instalaban su armadura de ataque y los ojos grises de Ana aparecieron como una puerta de entrada. Eran ojos sin tiempo a pesar de que los pétalos recién mostraban sus convexidades. Me gustaba que ella estuviera más nerviosa que yo, aunque sus ojos eran una mezcla de fuego en las cavernas y conquista de Plutón. Mis manos escondidas y nerviosas para disimular que yo me sentía consumiendo cigarro tras cigarro quedaban ocultas por su sonrisita nerviosa, lo que antes había sido un verdadero terror escénico al enfrentarme a una mujer nueva se trasformaba en un instinto protector, casi pedagógico. Tenía una deliciosa diferencia entre su espíritu y su aplomo, quizá porque lo eterno sólo se manifiesta en algunas partes. Lo que hizo que nos encontráramos fue mi trabajo. Pero qué importa si nos gustamos, qué importa lo que está fuera de la ilusión.
Hay gente que pone en primer lugar la familia. Porque la tiene. Yo sólo me tenía a mí mismo, y no siempre. Pensé que una de las posibilidades era pegarle una patada en el culo al esbirro que me venía con la propuesta. Noté que, además, veía otras posibilidades. Si se quiere, mis clases eran una constante experimentación con las vidas humanas. ¿Acaso no estaría predisponiendo a algunos alumnos a aborrecer cierta área del conocimiento hasta el embrutecimiento más televisivo? O, peor, ¿no estaría impulsando a otros a parecerse a mí? Cuando uno influye sobre la vida, puede incluso definirla, terminarla. Si el dictador de los bigotitos hubiese triunfado, hoy todos estudiaríamos alemán en vez de inglés y las cadenas de comida rápidas serían realmente hamburguesas, y hablaríamos de cómo los judíos estaban exterminando a los valientes alemanes. ¿Y cómo sería el asunto? Bueno, usted trabajaría como periodista del diario. ¿Con sueldo y todo? Ningún periodista del diario cobra sueldo, todos cobran por nota y de acuerdo a la importancia de la nota, las notas de tapa...
Robarle el dulce a una niña. No era más que eso. ¡Qué fácil atraerlas! Yo siempre había sido uno de esos tímidos a la hora de encarar una mujer, pero eso era cuando ella me interesaba. Sin un interés inspirado por el amor, lo había descubierto, era de una facilidad espeluznante: pocas palabras, cierta displicencia, unos toques de grosería, gestualidad cigarresca. Listo. Además, sin ser para el amor, ¿a quién le importa mucho la belleza o el refinamiento? Los tiempos de pobreza y violencia son pródigos en personajes únicos, porque la deformidad adopta formas rampantes y cangrejosas. Los asesinos en serie suelen seguir patrones, que generalmente se reducen a la categoría “mujeres”: ora rubias, ora niñas de rojo, aquí prostitutas, allá mujeres en su casa. Porque algo de la infancia los fija en un esquema irreductible que los convierte en autómatas. Para algo sirve la televisión por cable. Puse el servicio de cable para mirar la Copa del Mundo y terminé pasando sábados enteros informándome acerca de lo torpes que son los asesinos en serie y lo sagaces y persistentes que son los sabuesos angloladrantes. Si bien se mira, esos hombres son víctimas. Ahora, puesto desde una perspectiva comercial, lo que manda es el raciocinio y el golpe de efecto. Los bailes de cumbia. Mujeres pobres y libres de muchos de los prejuicios amatorios de la clase media. La sinceridad del que no tiene nada para esconder. El único problema a considerar son los machos, que a veces son violentos y no permiten que uno pesque en lo que ellos consideran su cardumen. Pero, normalmente, es raspar y comer. Es un filón inexplorado por los maníacos. Violar con consentimiento no es la usanza tradicional. Eso al principio, pero después la necesidad de la variación para no encasillar el producto. El desconcierto vende más diarios que las sagas porque, cuando la historia que se continúa es la misma, uno perfectamente se va enterando de los nuevos detalles por comentarios en el trabajo, ay qué horrible, viste ahora el asesino, así no se puede, la policía no hace nada, saben quién es pero lo que pasa es que es el hijo de un político. Siempre me había caracterizado por cierta actitud estudiosa al entrar en los lugares nocturnos. En mis primeras salidas, más que dedicarme encarnizadamente a tratar de dar captura a algo, estudiaba largamente el panorama, con tanta extensión que generalmente me iba con las manos vacías y las calles solas. O con la más fea. Eso me enseñó cómo hacer para convencer a las ya convencidas. Me acuerdo que, como un borrador, me salió un cuento en el que un periodista mataba a una de estas pajarillas de barrio bajo.
[1] Pero la cosa era excitar la imaginación del público, hasta el punto de dejar a la masa en el estado de esperar el último de los Beatles, o de implorarle a Conan Doyle otras aventuras contadas por Watson. Planifiqué los golpes como si se tratara de un culebrón latinoamericano. Una continuidad anodina y, al borde de la saturación noticiosa, un personaje nuevo que aparece, esa hermana que estaba en Europa y que viene con el secreto que complica las dieciocho historias que habían venido entreverándose, diecisiete de las cuales habían llegado por el mismo procedimiento. Un travesti joven. Después de todo, lo que importa es la forma. Apago un cigarro cuando calculo la esquina en que lo encuentro y le hago notar que he tomado como una invitación el duro contonearse de sus caderas. Se impone la utilización de un arma igual a la de la vez anterior, para que los milicos sigan el hilo de la narración. La puta gorda de Aparicio Saravia, de suéter verde, esa que una vez la vi empujando un fitito, la que uno no podía creer que hombre alguno deseara, la de “todo por cincuenta”. El mismo cuchillo, por la espalda como a los otros. Un cigarro que se prende ante la vista del cuerpo aplastado de la gorda que no empujaría más autos. Un borracho, por la espalda. Como para complicar el perfil psicológico. Los comentarios de los que sí comprenden la depravación y dicen no poder creer. Como corresponsal aplicado, me regodeo en evitar el adjetivo esperado y refino la técnica narrativa. Practico la voz para las entrevistas que me hacen las radios de la capital. Todo debe ser hecho antes de la cuchillada porque el “viaje del cuchillo”[2] no puede zigzaguear. Un cigarro que sólo se enciende como un signo de puntuación, nunca en vano. Un policía. Un cuidacoches. Un marinero que se había encaminado a la zona prostibularia. Y la prostituta que estaba con él momentos antes de su muerte. Un cigarro. Y el “Asesino Heterogéneo” retorna al bajo, ¿quién sino yo iba a ser el Adán que le pusiera nombre a la criatura?, y la gente que aprende, al menos por una generación, una palabra con un prefijo griego. “Vuelve al origen”, dice el titular, porque de nuevo los bailes de cumbia son su objetivo, dos mujeres en la misma noche con señales claras de haber muerto casi al mismo tiempo. Y es una historia digna de ser escrita. Al costado de la computadora rebosa el cenicero.
Ana ojos grises. Ana tímida. Una ola de ternura me envuelve y olvido el humo que me invade. Justo ahora la veo. Espere un poco. Pongo actitud profesional y me dirijo a ella. Era una de esas relaciones que empiezan en una serie de timideces y tirones del deseo contenido que, con suerte, llegan a compartirse entre risas sobre unas sábanas arrugadas. Habíamos conversado por la computadora. Se había hecho de mi correo y, por algo que no me acuerdo bien, empezamos a charlar. Demostraba ser sus ojos. Era la inteligencia en estado puro. Le dije lo bien que me sentía hablando con alguien así. Retribuyó con soltura. Pero cuando la encontraba en la calle hacía gala de una gran timidez al saludarme. Yo me debatía entre lo que creía que sabía y lo que temía. Uno cuando se enamora tiene la inteligencia de los doce años y el deseo de los quince, y no hay serenidad treintona que prevalezca. Imaginaba la diferencia de edad como toda una parafernalia de trabas. Pintaba escenarios futuros con ella. Siempre cometía eso: me imaginaba las situaciones por adelantado. Pero no podía soñar lo que realmente iba a pasarme. ¿Por qué no revertirlo? Fui hasta ella. Sentí la piel un poco fría por culpa del vientito y percibí lo cálido del color gris. Inhalé su humo sutil y supe por adelantado el roce de mi pecho áspero con su corteza suave.
La verdad, qué quiere que le diga, la propuesta es interesante. Estoy quieto físicamente, pero me estiro imaginariamente con un ademán del cigarro que, a fuerza de no ser el primero ni mucho menos, casi me priva de ver a mi interlocutor. Ojos Grises es todo un desafío. Mucho más difícil, por cierto, que matar a toda esa gente tan distinta por la espalda. Después de todo, ellos consienten. Me halaga que se hayan fijado en mí para un proyecto tan importante, esto lo ensayo pero no lo digo. Pero mire, suelto con cara de satisfecho, si le soy sincero: el solo hecho de imaginármelo todo ya es un disfrute enorme. Y, como la plata no es tanta y no tengo que darle de comer a nadie... Lo que importa es sentir que uno mira hacia adelante y respira con ganas de algo, pensando en avanzar, lo importante es la emoción. Ana es chica todavía, pero quizá algún día, si crece. Matar consta de una parte intelectual y una física. La parte física de la muerte es para los que no pueden soñar con unos ojos grises y se los quieren llevar en una bolsita. Es para los que no pueden imaginarse a qué extremos puede llegar un diario por fabricar noticias espectaculares. Todo se hace humo con el timbre que pone fin a mi hora libre.
[1] Sonaba monocorde la cumbia. El abdomen de la morocha teñida de rubio huía, profuso, entre la minifalda y la blusa corta. Metro cincuenta de altura, en su boca se adivinaba algún diente. Un terreno baldío fue el escenario de algo sin emoción pero pintoresco. (Sólo se conservó esta parte. El resto se halló mutilado con indicios de saña)
[2] A propósito de metáforas de este estilo, dice George Ec: “...su primera manifestación fue el poema; la segunda el homicidio; acaso las kenningar, esas metáforas a la carta que esgrimían los hombres de hierro, prefiguraban algún óbito.” (en “Historia universal del homicidio”) N. del E.
Afortunadamente, supe hacer imponer la pausa en el momento determinado. Las autoridades de la época eran proclives a la rápida fogata de San Juan a la hora de la publicidad. Me había costado ganarme el respeto dentro de la runfla de brutos de la brigada antinarcóticos, incapaces de saber ganar las espaldas de César para matarlo. Fue lo suficiente como para que fuera un poquito más importante escuchar dos o tres palabras mías que hacer brillar el fósforo verdugo con un movimiento dactilar rutinario. Lo importante para esos hombres a merced de su testosterona y su estómago era terminar rápido y no necesariamente terminar bien. Qué importaba el proceso, y qué decir de la belleza, como no fuera un culo, si acaso repararan en su redondez más que en su oquedad.
La droga estaba envuelta en papeles de los más diversos. Una rareza.
Yo era una rareza en el departamento policial, un detalle curioso. Pero me dieron grado y eso importa en el funcionamiento de la máquina.
No era lo normal. Faltaba la prolijidad del gran traficante. Lo común es que los paquetes sean bastante homogéneos, que se note la mano del embalador. Éstos eran desde todo punto de vista desparejos, como si varios hubieran intervenido en la tarea, sin plan. ¿A quién se le ocurriría y para qué? Quizá fuera una señal y había que analizarla. Se lo dije a los milicos que, expeditivos, ya habían apartado su porcentaje. Empecé a tomar los paquetes uno por uno, tratando de ver por lo menos qué papeles hacían las veces de envoltorios. Encontré hojas de los anuncios clasificados, papeles de dos o tres fábricas de pastas, ofertas de supermercados, deberes de escolares y materiales impresos de los tipos más raros. Se me cayó un paquete, que soltó su polvo en polvorosa. Los perros adictos ni se movieron, como no se habían movido en todo el procedimiento. Supe que nos habían cantado errado. Los papeles variopintos envolvían talco que nos mojaba la oreja.
Me divirtió la frustración de los milicos, que ya tenían cálculos sobre lo que iban a hacer con el producido. Fui invadido por cierto ánimo festivo que me impulsó a burlarme de mis compañeros en desgracia y, como parte de la provocación, les dije que me iba a guardar los paquetes como recuerdo del gran golpe al crimen organizado.
De noche, en casa, me puse a mirar los envoltorios y, para mi sorpresa, vislumbré el hilo de una investigación harto más interesante. Algunas de las hojas eran cuentos que parecían impresos por su propio autor a juzgar por las correcciones hechas con lapicera que se veían. Logré ordenar algo y pude vislumbrar una historia. Hablaba de algunos asesinatos y también se nombraban cuentos policiales. Un título era “El ladrón robado” y algunas cosas que pude descifrar me hicieron sospechar que esos papeles habían sido robados y que había una historia con historias e historia que reconstruir. Podía servirme como una historia que me dispuse a buscar para robarla.
Junta

Cada tanto los vecinos no aguantaban más y denunciaban. Orden judicial mediante, el procedimiento que se repetía cada algunos meses consistía en entrar en la casa y empezar a cargar camiones con destino a la gran montaña de basura a las afueras de la ciudad. El detonante siempre era el mismo: el olor insoportable. Y nadie lo podía desalojar porque el hombre era propietario. Quien resistiera el olor por unos segundos podía ver lo que sacaban los municipales con máscaras antigás. Pedazos de sillas, pelotas de fútbol pinchadas, championes sin suelas, cartones, carteles de políticos, bolsas de basura rebosantes y chorreando juguito, moscas, cajas de cartón llenas y vacías, partes de bicicletas sin concierto, esqueletos de gatos y de perros. Y después, unos que llegan con túnicas blancas a fumigar y regar con hipoclorito. Por un tiempo, el barrio volvería a tener olor a barrio. Hasta que el vecino no juntara de nuevo la cantidad de basura necesaria para saturarlo todo. Atrás de esas ventanas siempre cerradas se alzaban pilas de basura entre las que vivía el tipo, sobre cuyas costumbres se especulaba. ¿Por qué hacía eso? Tiene que ser psiquiátrico, ¿por qué no lo internan? ¿Agregaba su propio excremento a la basura que recolectaba compulsivamente? Imaginate que te invite a comer a la casa, dice el asqueroso que logra la más completa cara de asco de la nena de papá y mamá.
Esta vez lo habían bañado. Porque estaba internado grave en el Hospital. La ciudad no podía hacer otro comentario. Todo el mundo supo su apellido, de quién era pariente y que, durante su juventud, había tenido no sé qué relación con el gobierno. Circuló por internet, y luego en la televisión, una foto que alguna enfermera le sacó con un celular, lo que provocó no pocas polémicas y una cacería interna por parte de las autoridades de Salud Pública. Esta vez los canales de televisión pasaron más imágenes y las portadas de los diarios mostraron la capacidad de sus fotógrafos de tomar el detalle grotesco. El hombre apenas articulaba las palabras incoherentes de un loco agonizante. Estaba sedado porque su cuerpo era un reguero de metástasis que lo conducirían a un irreversible contacto íntimo con los gusanos, que lo abrazarían como dándole la bienvenida después de la horrible agonía desinfectada.
Esta vez el olor a podrido había superado con creces al de ocasiones anteriores. Se notaba la desesperación de los vecinos en la televisión, que no puede ser, que cada poco tiempo lo mismo, que acá no se puede vivir así, que tendrían que internarlo en el Vilardebó. Hubo que intervenir de nuevo y allí se encontró al dueño de casa agonizante, lo cual habría sido lo de menos si, tirados a lado de su cama, no hubieran estado los cuerpos muy podridos de dos hombres. Casualmente, varios días antes habían sido denunciadas, con minutos de informativo central incluidos, la desaparición de un cuidacoches y de un hurgador de basura. Sendas mujeres desesperadas, la leche para mis hijos (cinco o seis), para los pobres no hay justicia, unos pocos dientes que se desesperan, ocho o diez gurises hijos de una de ellas que se arraciman frente a las cámaras y se reaviva la polémica sobre si hurgadores de basura o clasificadores de residuos. Unos que recuerdan prepotencias de los cuidacoches, ¿te acordás el tipo aquel de Melo que le encajó un tiro a uno?, dudan de su fiabilidad, los miran distinto. El debate en la televisión dura unos días y llega a hacerse un programa especial; en la radio AM aguanta un poco más, con informes e investigaciones serias, y opiniones de la audiencia; algunos semanarios elaboran unos muy buenos informes que pronto son sepultados por la situación de los bombardeos o la contaminación por residuos industriales o unos políticos que deciden golpear sus pechos por unos días. Sólo existe un tipo de texto capaz de perpetuar un hecho así, por más chocante que sea. Porque llamativo era, si se tiene en cuenta lo que revelaron las autopsias. Ambos mostraban signos de asfixia por ahorcamiento y, entre las ropas de los dos, figuraban sendos papelitos escritos con letra elegante. Decían lo mismo: Lo habían robado varias veces y la policía había actuado como de costumbre. Se puso a pensar mientras veía la televisión. El Discovery mostraba cómo capturaban asesinos y él supo que nunca lo capturarían. Siempre había sido imaginativo. Ideó un asesino en serie distinto, incluso con tintes justicieros. Sigue en la próxima edición.
Matar la muerte

“Eu sei que a morte não mato
mas deixo toda lanhada”

Vitor Ramil
“Ramilonga. A estética do frio.”



El pasto al costado de la ruta ocho era como un espejo negro de estrellas que reflejaba las luciérnagas siderales. Llevaba más de nueve horas pedaleando desde el arroyo donde había quedado el día anterior. Desde hacía un tiempo, preso de vaya a saber qué delirio, se me había ocurrido ser novelista y creía que eso exigía, más que saber escribir, saber sacrificarse. El viaje era un entrenamiento. De a poco, las luces naturales fueron dando paso a las luces del pueblo, que empezaban a titilar en el horizonte próximo. Pronto transitaría por las calles anchas de Treinta y Tres. Entraría por Atanasio Sierra, desde la cabecera misma del puente, recto hasta casa, y ahí me baño y me duermo como tronco.
La casa estaba como siempre. Como si el tiempo sólo corriera por el cauce del río y no por las calles y las casas del pueblo. Escuché música que venía del parque. Cuando le pregunté a uno que pasaba por ahí, me enteré de que era el cierre de una especie de festival mustio que había habido en el parque. Recorrí las cuadras desde la ruta hasta casa con la pesada liviandad del que termina un largo viaje de vuelta y tuve que dormir afuera. Llaves en la puerta, del lado de adentro. Timbre. Timbre. Timbre. Están en casa porque está la camioneta. Ante la falta de movimientos, la decisión fue tirarme en el piso al lado de la ventana.
Mirá, ahora tenemos bichicome propio. Ese fue el saludo matutino de los progenitores, que salían para el trabajo. Me tiré de cabeza al duchero, a quitarme ese uniforme que todo viajero lleva por debajo de la ropa.
Limpio y desayunado, salí a dar unas vueltas por el pueblo y terminé dando con su humanidad en el trabajo de mi padre. Sabés quién se mató. Quién... El Julio. ¿El Julio Baldi? El suicida no llegaba a los cincuenta años y no iba a llegar. Recordaba haber escuchado historias del Julio, como que se paseaba en moto frente a su casa con gurisas que había levantado en el baile, y la mujer ahí, de cuando andaba de camorrero y se hacía cagar a palo casi todos los fines de semana, el fiera se empedaba y le daba por pelear. El más grande de los D’Alessandro, en Momentos, no había tenido más remedio que bajarlo de una piña después de que el otro lo cargoseara malamente. El que estaba en el escritorio era el gordo Esculapio, el escribano, y contó algo de la historia. Dice que tenía un puesto de venta de chorizos, que incluso andaba bastante bien y que el loco, ese día, andaba como a las siete de la mañana mamado con la plata de los chorizos. Parece que le pidió doscientos pesos al Galleta Zuluaga en la esquina frente a la plaza. ¡Acá nomás! Seguro, y de ahí arrancó pa la casa y le fue a pedir los doscientos pesos a la mujer. Y la mujer que ya te gastaste la plata de los chorizos y que le entra a recriminar el tema de la plata, que se la chupa toda y el loco que pará un poquito, va a hasta el cuarto y le dice a la mujer tomá, pa tu recuerdo, y se encaja el tiro ahí nomás con un revólver que tenía. ¡Qué hijo de puta! Sí, lo bravo es pal gurí, sí ya tenía un lote de problemas, andaba en cualquier cosa el guacho, ahí terció mi madre. Hay que enterrarlo de cabeza pa que no vaya a salir, fue lo que me salió.
Mis amigos andaban todos en Montevideo y el Oligo, el único que estaba en el pueblo, trabajaba todo el día. La tele me tenía paspado y decidí aprontar un mate y pasar por la librería y, aunque más no fuera, hablar del tema de la revista que les mandábamos, una revista de literatura. A ver si se había vendido alguna. Pasé y allí estaba Gladys, la hija de Mirta, la dueña de siempre. Me preguntó cómo estaba Maldonado y le hablé de los robos. Le pregunté cómo estaba Treinta y Tres y me dijo chato, chato, mientras meneaba la cabeza como con un lastre en la coronilla. Le pregunté por Mirta y me contó lo que yo ya sabía, que le hacían diálisis casi todos los días. Si querés visitarla está ahí. Accedí.
Había ido miles de veces a la librería, desde niño, pero jamás había siquiera imaginado cómo sería la casa, que estaba pegada al local, atravesando un patiecito y franqueando los ladridos de un perro viejo y rengo. La sala era un ambiente grande, con una estufa amplia y un semicírculo de sillones, tres, y un sofá, una U cuya boca la ocupaba el televisor. Saludé a Mirta, a quien hacía años que no veía, y paladeé un ambiente como de hora del té inglés, con algunas diferencias. Por ejemplo, yo andaba con el mate y Mirta estaba apoltronada, como desde una atalaya del tiempo, mirando desde ese atrás que parece un arriba, sin tomar nada, y sin la necesidad de recurrir al expediente de ofrecer alimentos de toda clase a la visita. Hablaron de libros y de lo mal que hablan los de la tele, ¿no es verdad que no se dice “hubieron”?, de algo de lo que pasaba en la pantalla. Pero lo más elocuente era el paisaje de señora sentada y de joven héroe que vuelve a su pueblo y vuelve, más que a la madre, a la abuela de la que manan historias.
Fueron llegando mujeres, y con ellas el tema. Llegó Estela y llegó la hermana de Mirta, una octogenaria indudable, y también llegó Gladys un rato más tarde. Los temas, los de siempre, porque no faltó la preocupación por el chusmerío de pueblo chico, fijate, ahora los gurises chusmean con los celulares, te tirás un pedo acá en el centro y a los dos segundos ya saben en el Veinticinco, se gastan la plata en esas porquerías, mirá. ¿Viste el que se mató? Sí, el Julio Baldi. No, Fernando Barros. ¿También? ¿El padre de los mellizos Barros? Ese. Y Gladys que acerca la muerte de una mujer Rodríguez que trabajaba en el Hospital, la prima de esta otra casada con un arrocero. Cada uno de los presentes, todas las mujeres y yo, fuimos aportando los detalles y comentarios correspondientes, amén de las interpretaciones sociológicas, lo que pasa es que este pueblo, ahora tenemos más porcentaje de suicidas que en Rocha, Barros estaba en silla de ruedas, lo que pasa, y siempre fue loco, desde que lo jodió la Perdomo, ¿la abogada?, sí, el hombre quedó mal, y esta mujer no sé, la verdad. No se desdeñó el dato de que era martes 13
[1]. Y lo más sorprendente fue un tipo que llamó a la Difusora. Dijo que había soñado con el “muerto que habla”, “cementerio”, “revólver” y qué se yo qué más, que le había jugado a la quiniela y que había sacado quién sabe cuánta plata. Voy a escribir esto. Desde que llegué anoche todo ha sido como una historia. Más que vivirlo parece que lo estuviera leyendo. La historia se escribe frente a mis ojos. Lo único que me da miedo es que parezca demasiado literaria, como sobreactuada. Quizá tenga que atenuar los hechos un poco, si no va a parecer que le quiero copiar al Gabo. El pueblo siempre me pareció un lugar de lo más normal y tranquilo. Incluso, con el tiempo y la permanencia en otras ciudades, había llegado a considerarlo como una especie de remanso de calles anchas y de siempre todo igual. La conversación abandonó el apogeo del tema de los suicidios y pasó a temas más usuales, entre los que me sorprendió descubrir todo lo que sabían aquellas mujeres de mí, y lo poco que yo sabía de ellas, tanto como que las señoras eran parientas mías por allá lejos, y que conocían a esa rama de mi familia que para mí era mitológica, eran lindos hombres los Barrios, la sonrisa evocadora de Mirta, quizá habrían conocido al Mariscal Sergio, que no era milico, que le decía a mi abuelo, en pedo absoluto, pero cómo hombres de mundo como usted se van a casar con estos bichos, los bichos eran sus hermanas, ese que, descubierta su infidelidad, proclamó que el Mariscal Sergio Barrios no es hombre de una sola mujer. Quizá podrían contarme historias de mi futuro, pero la gracia de la vejez es que se recuerda para no pensar en el futuro. Llegué a suponer que los suicidas podían ser mis parientes.
Y me fui de lo de Mirta entre promesas de hacer una nueva visita. Y parecía que el atardecer rojizo entre los plátanos altísimos y rompedores de veredas estaba impregnado de un aire raro, olor a muchos muertos y a abulia, todo mezclado con el entusiasmo entre morboso e inocente de ser testigo de una historia apasionante.
La siguiente parada fue el almacén de Segovia, en la esquina de casa, donde, tras saludar a Segovia después de mucho de no verlo, siempre igual, no envejece, los suicidios cobraron nueva vida. Moví el tema, como para averiguar más cosas, y terminé enterándome de otro suicidio, un tal Correa de por allá abajo rumbo al Cuartel, del cual no obtuve mayores datos. El pueblo entero parecía estar suicidándose, como si las historias de la gente, mil veces entrecruzadas y superpuestas, empezaran a reventar como las veredas levantadas por las raíces de los plátanos, como si las vidas no soportaran la alergia del polvillo de los mismos plátanos. Me acordé, cómo no hacerlo, de un cuñado que, hasta en el nombre, me hacía acordar al Julio. Un borracho, y la que era mi novia que intentaba evitar que el muy hijo de puta, que su madre no debió ser su madre de tan buena la mujer, que el muy hijo de puta siguiera los pasos de su padre. Mi cabeza iba de Julio a Julio.
Cené en casa. Se ampliaron los comentarios. De Julio a Julio. El gurí chico, culpa del otro mierda... ¿Y dónde lo velan? Que lo entierren con la cabeza para abajo. Dan ganas de matarlo.
Sí, está muerto. Pero hasta ahora, su suicidio ha sido un berrinche sin castigo. Los suicidios, por más que hablen los curas y los de las reencarnaciones, no traen aparejada la simetría esa que generalmente damos en llamar justicia. Alguien le tiene que dar su merecido. Sí, debo haber sacado algo del temperamento del Mariscal Andrés, aunque sean unas gotas. Me metí en el velorio, directo rumbo al cajón. Saqué un cuchillo de entre mis ropas, así pusieron en el diario y, entre gritos moralistas, procedí a apuñalar al muerto. Y entiérrenlo cabeza p’abajo, no sea que vaya a salir. Yo sé que a la muerte no la mato, pero la dejo toda arañada.
Me hice a la ruta esa misma noche, sin luces, porque no tenía.

[1] Martes 13 de diciembre de 2005, fecha que el lector podrá comprobar en almanaques de ese año. N. del A.

A falta de psicólogo en la seccional y porque la jefa de policía prohíbe los interrogatorios tradicionales, me despertaron a las tres de la mañana, no sé por qué mierda tengo teléfono, y yo que no quise estudiar medicina para evitarme los pesados que se enferman de madrugada. Hay cosas fatales y fatal era mi cara sin lavar cuando hube de encontrarme con la cara del piche, cuyas puteadas ya eran por compromiso de tan sojuzgado que estaba. Porque hay cosas que, al prohibirse, se hacen con más sutileza. Y la crueldad es tanto más cruel cuanto más sofisticada. Como el amor, si es que existe.
La cosa venía de bicicletas y dividís, pero principalmente de lo mismo de siempre, que estaba como una especie de río más o menos mudo corriendo por atrás de todo. Porque todo humano busca a su dios como puede y un dios es como la poesía, un río continuo que, en ocasiones, uno puede percibir de soslayo, como quien va por el monte y oye el rumor impreciso del agua que corre. Pero los humanos relegados a vivir lejos de las calles cuadradas se tiran en barriles por la primera catarata que se les presenta y saltan desaforados como una mariposa en el fuego. El sistema los agarra con sus redes azules y los interroga para ver por dónde va corriendo su fuente de cataratas, que mueve muchas verdes hojas de plata. Pero el poder se encuentra con el problema de la interpretación. Y uno, como una especie de rabino ad hoc de un gobierno sin dios pero con diablo, se tiene que levantar a las tres de la mañana pateando libros tirados en el piso para ir a ver si se puede entender algo de las incoherencias que seguramente va a soltar el piche que, a pesar de que no entiende nada porque le queda la mitad de lo poco que su malnutrición le había permitido desarrollar. Y todo eso debe ser considerado como una suerte de evidencia o algo así que el sueño no me permite discernir bien.
Llego a la comisaría con los saludos de rigor. Saludo a un policía de Rivera y a dos de Treinta y Tres. Y me mando para adentro. Resultó que lo conocía al piche en cuestión. Me acordaba de él sentado del lado de la ventana, contra las rejas inevitables, pero sin embargo atendiendo a la clase y no a los autos de la ruta como los otros presos, aun cuando iban por su propia voluntad. Bueno, a decir verdad: yo no estaba en los milicos ni porque el sistema me precisara ni porque las autoridades hubieran tenido ideas originales, porque nunca las tienen; tampoco había otros escritores que prestaran servicios al Ministerio del Interior; nunca había estado en el tapete mi condición de fabulador para entrar a la institución auxiliar de la justicia. Cuando vi el aviso en el diario del domingo supe que era lo que necesitaba si quería tener acceso a la mentalidad del hampa, porque así podría escribir las novelas policiales con las que desde hacía cierto tiempo soñaba. Había un programa de nombre pomposo que, en el afán de “traer las ovejas descarriadas al redil” según dijera cierto verborrágico encorbatado, había supuesto que el adiestramiento de los reclusos en las luces del razonamiento y el arte podría hacerlos mejores personas, en detrimento de su carácter delictivo. Se pedían profesores para los presos. Desde el mismo momento en que vi el llamado empecé a planificar. ¿Qué lecturas serían las convenientes para mis futuros alumnos? Nada de moralinas, eso era seguro. Como rezan las máximas del “aprendizaje significativo”: ir de lo conocido a lo desconocido. El Lazarillo, para que vieran que ya en la Edad Media se afanaba. Agatha Christie para que se entretuvieran y de paso aprendieran a no dejar pistas. Sherlock Holmes para que lloraran la derrota del archienemigo Moriarty. Y toda una lista de cuentos de asesinatos y vejámenes salvajes. Debo decir que, acaso por única vez, llevé a cabo lo planificado y no actué sobre la base del impulso como casi siempre hago y deshago las cosas. Creo que nunca tuve alumnos más entusiastas y prolíficos en aportes para la clase. Tanto, que los comentarios de los textos muchas veces resultaban ser correcciones hechas a los famosos autores. No creo haber incidido en la reforma del carácter de alguno, pero estoy seguro de haberles dejado unas ganas locas de leer novelas policiales. Algunos incluso se abocaron a la escritura de sus memorias. Me leían textos al mejor estilo de los peores talleres literarios y, tocados por la luz de la creación, muchas veces se mostraban refinados y hasta con gestos de divos, aunque cumplían el rito humilde de pedir mis consejos y correcciones que esperaban como a un maná carcelario. Pero lo feo es que mi recuerdo es así de emocionado porque aquello duró lo que un lirio: nada más que un año de clases. Y si seguí en el Ministerio (nunca podré asumirme como milico, yo que escuché cuentos de la dictadura desde mi más tierna infancia) es porque un error administrativo me ingresó en las computadoras con grado de sargento en vez de ubicarme en las listas de contratados. He escuchado que algunos deslenguados suponen arreglos y componendas con algún jerarca de la época. Pero, ¿importa eso ahora?, ¿se dejará llevar la persona inteligente e instruída por chusmeríos baratos?
Jonathan solía sentarse contra las rejas de la ventana, algo torcido en el banco y era de esos a los que se le notaba el brillo del interés en los ojos. Ahora se lo veía quebrado, con la cabeza gacha, sin esos gestos desafiantes que tienen los piches cuando los agarran. Bueno, de todos modos, éste no era del tipo altanero sino más bien ladino. La idea era que yo tenía que sacarle jugo a una piedra. Cuando me llamaban era porque habían fracasado los argumentos de madera y fierro. Esperaban que yo hiciera el milagro. Pero, voy adelantando, esa vez no logré nada para la causa ministerial. No se pudo comprobar nada, aun cuando entre los milicos reinaba el convencimiento de que había que encarcelar a Jonathan. Mi interrogatorio macanudo no obtuvo claves que incriminaran al susodicho o algún colega suyo. Y no tuvieron otra que largarlo.
Vio su cara en la de ese hombre. Él tenía un arma y el otro también, sólo que uno estaba autorizado a usarla y el otro se veía obligado. Uno había perseguido al otro hasta acorralarlo. El fugitivo llevaba tatuajes y el sabueso vestía uniforme azul. Se dieron cuenta de que su padre había tenido una doble vida y resolvieron unificarla. Desde ese momento en el callejón, hubo un caso más de asociación entre criminales y policías.
Ese fue el primero que me mostró, lo llevaba encima, en un papelito impreso. Jonathan me estaba esperando a unas tres cuadras de la seccional. No soy jactancioso pero debo decirlo: siempre consigo lo que quiero. Parece como si el universo conspirara a mi favor. Mi pecado no es la jactancia sino el egoísmo porque, en un amplio noventa y nueve por ciento, las cosas que consigo son para mí. En la comisaría lo interrogué a conciencia, pero con la firme precaución de ser convencional. Como nada se logra siguiendo recetas, el diálogo no pasó de una cuestión anodina y aburrida, sin siquiera el condimento de los palos con que los milicos sazonan su cocina interpretativa. Yo siempre había sospechado de Jonathan y no iba a dejar que la ley obstruyera mi curiosidad, que se vio más atizada todavía cuando leí este otro cuento.
Decidido a encaminar su vida, resolvió solicitar ayuda psicológica. La profesional le hizo ver que lo que necesitaba era ver. Tuvo una sensación de vacío cuando conoció la respuesta. Preguntó si el hecho de ver le proporcionaría felicidad. Ella contestó que ver significaba hacerse consciente del camino. Él razonó que esto tenía dos vertientes: la felicidad de simplemente ir y la opresión de saberse llevado. Pensó que dejarse llevar era una comodidad que le causaba la incomodidad de no tener autodeterminación y que, en consecuencia, tener autodeterminación implicaba generarse complicaciones. El torbellino de pensamientos lo llevó a preguntar qué podía hacer. Ella respondió que tenía que hacer algo. Decidió hacer las dos cosas al mismo tiempo: dejarse llevar y generarse una complicación. Cuando llegó a la cárcel, lo trataron como a una psicóloga asustada.
Tanto las oraciones rápidas y cortantes como la lógica implacable del relato no reflejaban la mente de un hampón cualquiera. En las clases penitenciarias, mi desconfianza hacia Jonathan venía más que nada de su letra. Escribía con un nivel ortográfico más o menos igual de malo que el de los otros reclusos. También gastaba pocos renglones y omitía similar cantidad de respuestas que los otros. Su incumplimiento de tareas andaba en el promedio. Pero algo no cerraba. Parecía haber disciplina en sus errores, una suerte de premeditación. Lo que más me hacía entrar en dudas era su caligrafía que, sin ser buena ni mucho menos, no podía ocultar la costumbre de escribir. Y ahora, al darme estos cuentos, de algún modo se confesaba, aun cuando los textos no fueran escritos de su puño y letra. Al irse hacia el lado para el que yo no iba y pedirme que siguiera mi camino, sin embargo, me dejó dudando acerca de cuál era su confesión. ¿Admitía un robo o una identidad?

Pegadogía


“Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los vidrios.” Levantó la cabeza y cerró el libro porque era el momento de hablar. La idea de darle clase se le había ocurrido antes de conocerlo, si es que se puede decir que llegó a conocer. Y hacer una lectura de “El Pozo” de Onetti le parecía una excelente idea porque siempre es bueno tocar autores nacionales, además de que este libro le venía de perillas para demostrar su punto, justo en plena época de procesamiento de torturadores. Siempre había pensado que cualquier actividad, para ser bien hecha, exigía apoyarse en dos pilares: reflexión y sacrificio. Sin pensamiento, sin análisis, no se puede hacer nada, pontificaba. Y, desde luego, se requerían horas de dedicación, de sufrimiento, de dolor. Incluso el amor llegaba a aprenderse de ese modo según su opinión. Sin embargo, no desdeñaba de ninguna manera la intervención estética del azar, cosa que lo emocionaba de forma especial, como por ejemplo el hecho de que la habitación tuviera dos camas y una silla rota, aunque faltaran los otros detalles que escribiera Onetti. Recordó que tenía que anotarlo en su diario, para que todos lo supieran. Incluso en las condiciones más terribles se puede ver la estructura brillante de lo estético, aun en lo opaco. Sin ir más lejos, en aquel poema de Rubén Darío que tanto le gustaba y que era tan deprimente que habían trabajado en clases anteriores. Ves, le dijo, el colchón no siente que tu cuerpo lo ahueca ni que le transmite ese olor, las paredes no saben de tus miserias, no hay arañazo que les valga, si es que fuera probable que lo hicieras. Evaluaba lo bueno con criterios de ingeniería: era bueno si duraba. Por eso siempre volvía a los clásicos de la literatura, porque siempre están. Recurría pues a las tristezas más históricas. Prestá atención, de nada sirve mirar un teleteatro argentino porque, aunque sea deprimente, es malo; y por esa razón es que es efímeramente malo y no te permite ponerte en contacto con los valores universales. ¿Te acordás de lo que hablamos de Kafka? La cáscara de su insecto, en términos históricos, es geológica, dura como una piedra. Es Verdad. Siempre te va a hacer sentir mal. Por eso, pedagógicamente hablando, es imprescindible trabajar en base a lo sólido. Sí, mi amigo, porque las ideas pueden ser sólidas como fierro, como si fuera un fierro que en vez de corroerse con el óxido..., en vez de corroerse se fortaleciera, se hiciera más duro. La felicidad es de aire, se vuela como las mariposas y es una ilusión. Hay quienes intentan hacer creer que la felicidad es sólida, ¡por favor! Es una mentira. ¿Sabés cómo hacen? Un hojaldre. Ponen capas de capas de lo mismo, una arriba de la otra, muchas, y por si fuera poco en movimiento. ¿Y qué logran? Confundir tus sentidos, hacerte seguir zanahorias de colores. Por ejemplo, las propagandas de cigarros: tremendos paisajes, vida salvaje, brutas minas que se caen a tus pies y de rodillas, música impresionante, colores llamativos, presencia en todas partes. Redundancia, repetición, como una melodía que se toca al mismo tiempo con miles de instrumentos. Y ahí vamos, inflados. ¿Qué es la única cosa concreta? El dolor, el sufrimiento, la muerte. Si no fueran cosas densas, ¿por qué si no se siente uno atragantado por una gran pena? ¿Por qué te viene un ataque al corazón con una gran decepción? ¿Y los mareos, los sudores, los calambres? Ahora te lo voy a explicar. Pasé años pensándolo. Capaz que viste en televisión todas las cosas malas que dicen de los milicos y eso, y yo la verdad que no los tengo en gran estima. Te preguntarás por qué no. Es sencillo: los tipos predicaban el dolor y con el dolor, hasta ahí correcto, pero eran un monopolio. Entonces uno podía no saber si le dolía por uno mismo o porque ellos estaban en todas partes. ¿Entendés? Uno siempre termina ignorando, y nada que se ignore se puede disfrutar plenamente. Los sistemas no autoritarios permiten a las personas encontrar libremente la desdicha. Incluso el sistema mismo lo prevé: deja espacios de indefinición ideológica y religiosa que son terrenos abonados para que la gente se pierda en no creer en nada ni en nadie. Entonces vos te encontrás solito adentro de la piedra. Pero algo tenían claro los milicos: el mejor método de enseñar el sufrimiento es la tortura porque tiene, repito, reflexión y sacrificio. Cuando recién te vi me pareciste desvalido y te quise enseñar. ¿Por qué si no ibas a entrar a robarme a mí, que no tengo más que mi biblioteca? Estoy seguro de que ni siquiera sabés leer bien. Te debés de haber criado en la calle y con toda seguridad no habrás pasado de primero del liceo. Pero escuchar sí podés. Y vas a tener que reconocer que soy un gran maestro porque empecé con lo bien simple y fui complicando los temas de a poco, con ejemplos. Si decidí torturarte no fue porque me molestara tanto que entraras a afanarme. No. Es porque quería que entendieras cuál es la Verdad, con mayúsculas. Y la verdad es el Dolor, también con mayúsculas. Y la pedagogía del dolor es la tortura. Si no te hubiera torturado leyéndote durante estos seis meses los libros más tristes de mi biblioteca, que son unos cuantos, no habrías entendido nada de lo que dicen, y más como sos vos, con toda seguridad un ignorante. Te dije que creo en la libertad y seré coherente. Si te he tenido atado y amordazado todo el tiempo es por una cuestión metodológica. Vas a salir y vas a tener la posibilidad de elegir entre la Verdad o el error de todo el mundo. ¿Ves esta navaja? Voy a cortarte las ataduras de las manos, te la voy a dejar para que termines de liberarte y, con toda calma, sentado en esta silla, voy a apretar el gatillo y me voy a matar. Si querés, te queda el placer de rematarme con odio pero no podrás nunca negar que soy de los que dejan la vida por la docencia.


Bar infinito


Era el cumpleaños de Mónica, una amiga mía, y, tanto Hernán como yo, nos encontrábamos en carencia de nuestras respectivas novias; la mía fue aquella que poco antes de que me fuera a Treinta y Tres en bicicleta se fue sin despedirse, de la de él hablará él si quiere. Hacía como diez meses que le había prometido a Mónica y al Gordo, el marido, un loco macanudo, que iba a llevar unos “choricitos” para hacer un asado. Elegí el día del cumpleaños para hacer mi entrada triunfal a la voz de “acá está el hombre del chorizo”, lo que levantó risas en todos menos en uno que había estudiado para cura y que después me paró por la calle para preguntarme, en tono confidencial, si yo andaba con mi amiga. Además de los chorizos, les llevé al otro como peludo de regalo y lo cierto es que el cumpleaños estuvo muy bueno, decorado por los pintorescos trazos a base de alcohol de un mamado que hablaba de su participación en no sé qué lista política y el Gordo que juntaba adhesiones para ir a buscar más bebida. Pero terminó temprano y, como teníamos todavía ganas de fiesta, decidimos arrancar en bicicleta rumbo a Punta del Este, un día de semana, para buscar joda. Las calles vacías y largas nos fueron haciendo prever lo que nos encontraríamos: nada. Y tuvimos que volvernos, pero todavía con las ganas.
Ahora que lo pienso, ¿habrá cerrado el día del viento? Hacía casi una semana se había levantado un viento huracanado a lo largo de toda la costa, uno de esos que hacen que la unanimidad de los viejos diga que nunca vieron una cosa así. Casi no se hablaba de otra cosa que del viento y todo lo relacionado con él: la imprevisión de los de meteorología, y fijate que los brasileros habían dado la alerta y acá no, los destrozos, las clases que se habían suspendido, la gente que cobraba hasta cien dólares por sacar un árbol caído, los robos en las casas de electrodomésticos, los que murieron, los que andaban en la calle y casi fueron decapitados por chapas de zinc que volaban como papeles y los que nos quedamos en casa y al otro día salimos a sacar fotos. Lo cierto es que el Bar Viejo París, pintado con el nombre y los colores de un candidato, se caracterizaba, además de las guitarreadas desprolijas que había de tanto en tanto, por estar abierto las veinticuatro horas del día (y de la noche si es necesario, como dijera un poeta), siempre con su clientela firme de hombres tambaleantes, con el aderezo de algunas mujeres proveedoras que vivían a costa de la estampa derrotada de estos navegantes sin más puerto ni nave que un bar infinito que, acaso, el día del viento haya cerrado las puertas para conservar los mamados en tierra y no por los aires.
El Viejo París estaba a escasas cuadras de casa. Y, a falta de otras opciones, entramos a jugarnos un pool y tomarnos unas birras. Yo que, cuando ando más o menos bien, adopto una actitud concentrada, miré de reojo al tipo que hablaba con Hernán porque andaba bastante claro y mi mundo era cuadrado y verde. Además, si no le hablan a uno, no hay que meterse, me parece. Hasta que Hernán se arrimó para contarme cuál había sido la conversación con el desconocido. Le había ofrecido un discman por cien pesos, una ganga. Robado. Y sí, mirale la pinta. Dejalo quieto. Y el otro que se entusiasma. Que vamos. Que bueno, te acompaño. Es acá cerca. Las bicis quedan trancadas. Bueno, dale. Y allá salimos caminando con el sujeto. Bajito, hiperactivo, con pinta de fisurado por droga, sucio, hablaba a borbotones. Richard, así dijo que se llamaba. Yo no soy rastrillo, conmigo es todo legal, la hacemos cortita, y empieza a contar retazos de su historia, mi viejo estuvo en Santiago Vázquez y yo estuve adentro también, perdí mal, pero soy legal yo, y que la madre se prostituía y se puso a contar lo que pasaba en la cárcel con los violadores, los policías y los cuidacoches, la ley de las tres “p”: palo, pija y pileta, y yo que hablaba en portugués porque había empezado como en chiste cuando jugábamos al pool y lo había mantenido, mitad por jugar y mitad por poner distancia con el chorro.
Cuando cruzamos Bulevar Artigas, el loco nos dijo que podía ir con uno solo porque no sé qué de la madre, que no podía caer con mucha gente y medio que no me gustó nada. Vamos los dos. O va uno solo o no sale nada, es cortita, mirá que soy legal. Se le notaba la ansiedad. Y Hernán, que era el interesado, decidió que iba él y yo quedaba esperando en la esquina. Los seguí con la mirada hasta que doblaron, como a media cuadra de ahí. Y me quedé solo en el medio de la noche. Por allá se ve pasar un auto de los milicos, despacito, patrullando. De repente se siente un ruido como un tiro. El tiempo se solidifica. Todo es una amenaza y el miedo por lo que pueda pasarle al otro.
Por la esquina siguiente aparece Hernán. El Richard le había dicho a Hernán que tenía que ir a buscar los aparatos a no sé dónde. Bueno, le digo, vos vas arrancando y yo voy a buscar las bicis al bar, por las dudas. Me voy corriendo hasta el bar, a tres o cuatro cuadras, a levantar las bicis. ¿Este loco no nos habrá distraído para afanarnos las bicis y nosotros caímos como unos giles?, ¡qué nabos! Pero no, cuando llego las bicis están ahí. Las destranqué y me las llevé por la bajadita de Velázquez rumbo a casa. Me lo encuentro a Hernán en la esquina del liceo. El Richard no había aparecido y lo estaba esperando. Le di la bici de él y decidimos vigilar dos esquinas, uno a cada lado. Pasa un minuto escaso y lo veo, el pasito eléctrico del malviviente. Hago una seña para que el otro venga. ¿Y, los tenés? No, tengo que ir a casa porque están en unas cajas... Si uno mira los sucesos a la luz del tiempo, hay puntos que saltan en el tejido y dejan ver la verdadera trama. Pero claro, en el momento en que uno no es un observador de la prenda sino que es las manos, la lana y las agujas, todo al mismo tiempo, no se da cuenta de qué es lo que va saliendo. Ahora teníamos que cruzar Bulevar de nuevo, a la casa de la madre. Cruzamos Bulevar y el Richard, al llegar a la esquina, nos dijo que quería doscientos. Mientras el ofertante iba y venía, deliberamos con Hernán casi sin palabras y allí obró el “perdido por perdido”. Volvió y le dimos la plata. Nos dijo que teníamos que cruzar Bulevar de vuelta, a esta altura ya no sé por qué razón impregnada de alucinógeno. Yo mismo lo llevé en el cuadro de la bicicleta, tenía olor a mugre y sudaba unos nervios rancios. Hablaba algo que no recuerdo pero, a la luz del tiempo, que oscurece lo verdaderamente oscuro, supongo que no era más que relleno para el corto viaje. Nos dirigió hasta el costado de un almacén que estaba abierto las veinticuatro horas -todo en la zona parecía abstenerse del sueño- y nos dijo que esperáramos mientras cruzaba la calle y se metía en una especie de palomar negro. Era uno de esos complejos habitacionales construidos para reubicar gente de asentamientos. Como una especie de tubo sin luz cuyas ventanas semejantes a agujeros parecían mirarnos. El tiempo, a las cortas y con los latidos acelerados, se congela en un témpano caliente. Un monstruo hecho de ojos, eso es la noche de lugares veinticuatro horas. Un panzón de rojo y pelo teñido de amarillo se acerca con gestos prepotentes. ¿Qué están haciendo acá? Estamos esperando al Richard. Esta es mi cuadra, pausa y gesto rancio, y no quiero saber nada con ese chupapija, ademán cortante, escuchen un buen consejo, dos puntos, vuelen. Y el instinto de sobrevivencia nos revistió de una deferencia rápida que puso fin a nuestro negocio.
Al Richard lo vimos varias veces en la vuelta. Al panzón también. El bar sigue abierto. El veinticuatro horas también. El robo al hombre por el hombre persiste. Nuestra candidez no.
Tenía una excentricidad que lo pintaba de pensamiento entero. No disfrutaba plenamente de un paseo o una salida a algún lugar si no iba acompañado de, por lo menos, dos personas, que debían ir una a cada lado suyo. Él tenía que ir al medio. El máximo disfrute era cuando iba con cuatro más, porque entonces podía disponer dos a los costados, uno adelante y el otro atrás. Cuando le preguntaban la razón de tal desatino, hablaba de política. Contaba anécdotas de su juventud. Explicaba que el mismo partido había gobernado por décadas en el país y que algunos de sus opositores se autodenominaban “de izquierda”. La dictadura había convertido a todos los opositores en “izquierda” y “subversivos”, por lo que se había generado una lógica ajedrecística, pero más bien desordenada. Después de la dictadura, ganaron de nuevo los de siempre y los de “izquierda” redoblaron su actitud opositora. Luego ganaron los otros opositores que, al no ser “nosotros”, se convirtieron automáticamente en “derecha”. Las crisis económicas tiñeron de verde esperanza a los de “izquierda”, que antes eran “rojos”. Un día celeste por demás, los de “izquierda” asumieron la presidencia (algunos suponían que la asunción insumía un necesario corrimiento al “centro” o, según los decepcionados, a la “derecha”, allí donde mora el diablo, que curiosamente es rojo). Antes de ese día de marzo, criticar al gobierno revelaba lucidez y progresismo. Luego de él, la actitud crítica se tornó reaccionaria, imperialista y venenosa. Carlos Pérez, quien consideraba que las ideas de “pensar” y “ser libre” eran sinónimas, escribió una obra de teatro en la que un personaje caminaba siempre flanqueado por un oficialista y un opositor, de tal manera que sus ideas eran siempre políticamente correctas e incorrectas al mismo tiempo sin que fuera necesario oírlas, porque, según las acotaciones de la pieza, el gubernista y el aspirante al poder escuchaban persistentemente sus audífonos. Como es de suponer, la obra nunca se puso en escena porque, o bien los actores la consideraban una ofensa a los que les mentían, o bien se sabía que el público de ninguna manera permitiría que le dijeran la verdad. De resultas de este fracaso, Alcántara decidió que el personaje perfectamente podía ser él y que, con toda seguridad, su supuesta locura fuera más publicitada que la única incursión suya en el género dramático.
Si bien se piensa, esta obsesión de la masa por la mentira es campo fértil para la literatura. Es por eso que Pérez de Alcántara cosechó algunos éxitos en el campo de las letras. Eso sí, siempre sus aventuras bien sucedidas fueron en el campo de lo realista, que puede considerarse fácilmente una falsedad, mientras que el absurdo o lo fantástico pueden ser vistos como peligrosos porque su turbidez hace sospechar verdades. Había leído mucho a un portugués con apellido de máscara, inventor de varios escritores que, según él, justificaban una producción profusa. El luso, probablemente adrede, había dejado su obra inédita, esparcida y fragmentaria. ¿Por qué pienso que a propósito? Porque los policías de la literatura sienten pasión por estructurar lo aparentemente desestructurado y por clasificarlo en casilleros estancos que lo pongan bajo control. La inteligencia del escritor radicaba en escribir para una posteridad de bibliófilos curiosos y serviles. Alcántara había publicado poco, breve, artesanal y diverso. Se encargó de generar su propio mito, como hacía con la reflexión sobre las izquierdas y las derechas. Una aureola de huracán tenue rodeaba algo cuyo ojo sólo podía verse de forma tangencial e imperfecta. Dicen que los mejores autores son los que crean una corriente. Éste creó un cambio climático, similar al del portugués pero en la comarca uruguaya, donde es mucho más improbable esconderse. Para un europeo es relativamente fácil ser esquivo, pero esto no es así en un país que es un pueblo chico. Ahora bien, es más difícil huir de la justicia europea que del errático, lento y poceado Poder Judicial uruguayo. Es que, en su afición por las novelas policiales combinada con su gusto por representar sus propios personajes, Alcántara sumó a su condición de escritor la condición de sospechoso.
Lo que voy a escribir en este párrafo puede parecer un auténtico nudo en el pelo, así que atienda. Porque aquí entro en la historia, como Pérez de Alcántara, que escribía y era lo que escribía. Ya expliqué que soy un escritor policía y que me ocupo de imaginar para averiguar. También dije que, en mi condición de gendarme, me iba a disponer a robar historias además de intentar descifrar una historia que me estaba birlando, porque a nadie dije lo que encontré en los envoltorios de la supuesta droga. Algo de verdad, de acontecimientos concretos, policiales. Algo de mito, de resplandor de suposiciones. La posibilidad de que la verdad literaria y la verdad verdadera fueran la misma y que tal superposición diera a entender exactamente lo contrario. Hablé, además, de los policías literarios, de esas hormigas obreras que hacen colmenas para almacenar las alas del pensamiento. De alguna manera, soy uno de ellos. De otra manera, lo admito aquí, soy un espejo que copia a Pérez, que copia a un luso, que copia a un artífice ignoto. Depende de si estos escritos se miran desde la izquierda, la derecha, adelante o atrás, sí, de la posición, incluso del estado de ánimo. Muchas miradas podrán verme como ladrón, otras como copión, otras como genio, otras como académico vano. Lo seguro es que allá usted. Del lado de acá, yo, divirtiéndome entre las sombras.
Oferta y demanda

Cuando entró, no tuvo dificultades para llevarse todo lo que quiso. Como hacía tiempo no sucedía, la cuerda se le presentaba generosa y llena de la mejor ropa. Tuvo incluso dificultades a la hora de elegir ya que no sabía decidirse por los pantalones último modelo de dos o tres marcas distintas, las cinco camperas deportivas más nuevas y vistosas u otras prendas que parecían brillar con luz propia a la luz de la luna. No sin cierta angustia por las cosas que tenía que dejar, abandonó el patio prometiéndose a sí mismo un pronto retorno.
Lo feo ocurrió cuando pasó al patio vecino y la situación era la misma. Para darse una nueva y más suculenta panzada, no tuvo otra opción que descartar algunas de las cosas que había recolectado en la casa anterior. Y, mientras metía un par de zapatos deportivos carísimos en la mochila que acababa de descolgar, vislumbró con horror las cuerdas pródigas del siguiente patio.
La satisfacción pudo más que la angurria y se hizo a la calle, en la que no andaba nadie, excepción hecha de los perros habituales y de los traficantes del veinticuatro horas de la esquina. Nunca la obtención del viaje mental se le había planteado tan fácil. Tanteó los zapatos deportivos de la mochila y calculó que le rendirían unos buenos gramos.
Tropezó. No puedo ser tan nabo, no veo ni dónde pongo las patas. Era un televisor de veinte pulgadas que tomaba el fresquito de la noche en el medio de la calle. Nuevo, hasta con algunos de esos pegotines que traen para exhibirlos en las vidrieras. La cosa era llevarlo. Quizá tendría que esconderlo en algún lugar para después pasar a buscarlo con el Maikol y el Richard, lo complicado iba a ser el reparto pero ya se vería. Lo levantó con mucha dificultad y lo llevó hacia atrás de un muro semiderruído que le permitiría esconderlo entre los yuyos y los escombros.
Se le cayó al piso y la pantalla se hizo añicos cuando encontró una computadora portátil al pie del muro, encendida. Y justo tenía puesta una película porno. Sólo lo desconcentró de la trama del audiovisual la visión de un auto de policía que venía a dos cuadras, tal su ojo para junar a los botones, lo que lo llevó al acto automático de cerrar el aparato y esconderse a como diera lugar en el terreno baldío.
El corazón a mil. Sudor frío y ganas de cagarse y mearse, milicos putos, otra vez no me agarran los trolos estos. La patrulla se acercaba cansina, con la falta de velocidad del que anda buscando una llave que calcula que se le cayó en la calle. Que pasen rápido. Pero no, venían despacito, al revés que el corazón. Dejó de temblar y empezó a marcar el ritmo con la mano derecha sobre la rodilla al son de la cumbia que salía del auto de la yuta. Los azules venían con la música a todo trapo y, desde el rincón oscuro, le pareció divisar que el conductor le pasaba un vaso con cerveza al acompañante. Quizá sería cierto eso del daño cerebral que decía el psicólogo en la policlínica del barrio , en todo caso, unos toquecitos no vendrían mal para calmarse. Más nervioso lo había puesto la disipación de los policías de lo que lo habría puesto su actitud normal. Esperó a que el auto estuviera más o menos lejos para hacerse a la calle, rumbo a la boca. Ahora voy, pego la base y me piro tranquilazo, les encajo los championes y voy a tener hasta pa venderle a los gurises del barrio, capaz que hasta convido, mirá.
Todo bien. El otro que lo mira con la acostumbrada desconfianza que algunos confundirían con soberbia pero que es un gaje del oficio. Todo bien. Manos que se dan sonoras, los pintas quietos, medio mirándose entre ellos, medio mirándolo al recién llegado. El flaco nervioso, ojos de acá para allá, manos sudorosas. Ando buscando. Cuánto. Muestra los nike nuevitos, recién bajaditos de la cuerda. Todo lo que me des por éstos, último modelo, esquéiter. Por esa porquería... Pero son los mejores, originales. Mirá, tenemos cinco pares de esos, tenemos. Cara de incredulidad. Se siente desesperado y saca algo de la ropa recién adquirida. Se le ríen en la cara. Pelate guacho, con eso ni un gramo. La fisura por un poco de base lo instiga a jugar la carta ganadora y muestra la compu. Tenemos para vender tres de esas, dos de ellas más nuevas, y, si querés, dvd, ipods, tenemos unas bicis trek, viste, esas que tienen como treinta cambios y freno de auto.
Ojos vidriosos. Todo bien, valor, pero viste cómo es. No puede atinar a la violencia porque los otros son más y todos tienen fierros. Se va caminando por la avenida, mirando para todos lados, de cogote duro, pronto para lo que fuera. Patea un microondas que está en el medio de la vereda y éste va a dar contra una pantalla de cristal líquido que cae y deja ver que abajo había unos aparatos que nunca había visto y otros que ni siquiera en ese momento divisaba porque estaban en las cajas, sin abrir. Más patadas, rabia, le falta aquello.
Se puso a caminar como loco, pateando ropas y electrodomésticos que se encontraban prolijamente dispuestos en las veredas. Iba rumbo al centro. Se metió en dos o tres de las primeras casas que vio con las puertas abiertas y encontró un panorama contrario al que le presentaban las aceras. Las casas estaban vacías, con todas las puertas abiertas y a lo sumo si habría algún pez bobón en alguna pecera olvidada. Después de las primeras cinco o seis, desistió de las baldías intromisiones domiciliarias. Se propuso ir hasta lo de unos que vendían allá por el centro, sin darse mucha cuenta de que, en vista del decorado de las veredas, no tendría con qué pagar.
El centro desierto. Las casas abiertas, con las luces prendidas, y todo afuera. Se cruzó con algunos conocidos del barrio que andaban en la misma que él y ni los saludó de tan quemado que andaba. Se veía que los otros tampoco lo saludarían porque sus caras y sus pasos revelaban un ánimo análogo. Siguió sin rumbo como un corcho en un barril de vino que viaja en la bodega de un barco. Él, que quería ponerse de la cabeza con la base, tenía el delirio regado por las calles de la ciudad. Qué mal viaje y no me fumé nada. Hijos de puta, gritaba, sin saber a quién insultaba ni por qué. Le dolía el cuerpo pero seguía caminando.
Las luces del estadio. Partido. No se acordaba de que hubiera. Se apuró. No vio colas ni sintió ruido de hinchadas. No había policía. Las puertas estaban abiertas y entró. Silencio. El estadio lleno pero sin banderas ni gritos. Gente sentada en las más diversas posiciones, cómodos. De tanto en tanto alguna carcajada aislada. Hojeaban.